martes, febrero 21, 2006

Temblor de Cielo

Temblor de Cielo fue un programa de radio -y luego un radioteatro de literatura fantástica- perpetrado en Ciudad Sur por quien les habla (y otros) a comienzos de este siglo. Queríamos homenajear la flor-irrealidad de la poesía, valiéndonos de una metáfora feliz de Vicente Huidobro Fernández, uno de los buenos poetas chilenos.Este blog es eso mismo: pero untando las letras con los viajes del afuera, del adentro y sucesivos. Y las inevitables conclusiones.

La Maldición de la Poesía


Me permitiré algunas reflexiones sobre la poesía, y particularmente sobre la figura del poeta maldito. La imagen del poeta como ser luminoso y feliz en su gracilidad de ángel que media entre el lenguaje y la belleza, es una efigie que día a día se descascara más. El hombre común y demasiado corriente aún cree -o intuye- que los poetas son seres espirituales y talentosos, pero sin importancia ninguna: tipos “bonitos en su masturbatoria inutilidad, aunque ciertamente inofensivos”. Y aun cuando la figura del poeta maldito también está en el imaginario social, encarnada en el ángel demoníaco (o demonio angélico) que introduce sus manos al fuego para iluminar, vaticinar (recordemos que la expresión vate adviene de vaticinador) e incluso redimir al sufrido humano que expulsaron del Edén, la imagen que prevalece es la primera, con algunas excepciones de aquellos que, “además de la aburrrida porquería que sale de sus plumas (o teclados), tienen cargos públicos o privados y se dedican a trabajar”. Pero como es al poeta maldito al que me referiré, partiré diciendo que el término fue acuñado en la Francia de la segunda mitad del siglo XIX, la de los románticos y simbolistas, y es achacable a Paul Verlaine, ese hijo de burgueses que dejó a su bella mujer y sus ingentes posibilidades económicas, para irse a vivir una temporada en el infierno -donde no faltaron drogas, pobreza, alcohol, errancia, homosexualismo, y mucho flagelo- con su admirado adolescente Jean Arthur Rimbaud, uno de los grandes poetas de la modernidad, a pesar de los snobs y diseñadores de la rebeldía que sólo reparan en su belleza de cartel. Y fue precisamente en esas décadas donde la estirpe de los malditos (por nombrar sólo a los franceses) alcanzó mayores cotas, desde Gautier a Baudelaire, desde Verlaine a Nerval, pasando por el enorme Rimbaud (“Antaño, si mal no recuerdo, mi vida era un festín donde todos los corazones se abrían, donde corrían todos los vinos. Una noche senté a la belleza en mis rodillas, y la encontré amarga, y la injurié”), que hizo toda su obra entre los 16 y los 20 y luego se dedicó a negocios por decir lo menos turbios, en el continente africano. No obstante lo anterior, a mi modo de ver el malditismo poético es un movimiento, escuela o postura vivencial que se ha dado en todas las épocas, cosa que en general sucede con todos los movimientos literarios, mal que les pese a los académicos, esos pordioseros del arte. Algunas de sus características, en nuestra descafeinada, paradójica y confusa contemporaneidad, podrían ser las siguientes, y me permito ofrendarlas tanto a los que ven la poesía como un oficio “saludable y bonito”, como a aquellos otros -¡los iluminados de siempre!- que la ven como “la más sublime de las expresiones humanas, la única que nos lleva al infinito y amerita nuestro sacrificio”. A saber: -Total o parcial incapacidad para generar dinero o bienes materiales. Muchos poetas malditos (y no malditos también) viven de sus padres, hijos, esposas, o simplemente del robo (institucionalizado o nó) o la mentira. Y cuando tienen dinero lo gastan de manera vil. -Difícil o imposible relación con el sexo femenino (en el entendido que los poetas malditos son mayormente varones), que incluye actitudes que, más allá de una u otra opción sexual, se entroncan con la misoginia: ese odio a las mujeres que en ellos nace del desprecio por esos seres materialistas (id est: no-espirituales) y sin alas, y en general destinados a conservar la vida en lugar de arriesgarla. -Tendencia a abusar de la persuasión química (drogas, alcohol, tabaco o bencina blanca), en búsqueda de una iluminación tal vez artificiosa, o incluso del mero sabor del autoflagelo o la vacua autodestrucción. -Desprecio por las instituciones sociales y las costumbres del bovino televidente (es decir, el ciudadano normal), expresado en actitudes cínicas (“vive en esta basura como quieras, pero ten cuidado con la policía”), nihilistas (“nada puedo hacer, todo está podrido”) o perfectamente delincuenciales (“el fondo que nos asignaron es de 8 millones, pero sólo ocuparemos 2”). -Propensión a las enfermedades del cuerpo y del espíritu, intensificadas, además del abuso de sustancias, por la soledad y la derrota perennes (“Camina sin fronteras y llega al fondo de la noche / Para volver a caminar y entender que nunca has empezado”, nos dice un poeta aún vivo). No hay poeta maldito que se precie de tal que, junto con su ilimitado narcisismo y egolotría, no padezca de sicosis, depresiones, paranoias, esquizofrenias o neurosis surtidas. -Cierto desprecio por la vida, que insta a muchos de ellos, una vez comprobada la inutilidad de sus iluminaciones, y la imposibilidad de cuajar sus videncias en el público e incluso en el papel, a suicidarse. Tal vez -sólo tal vez- tenía razón don Yosuke Kuramochi, un reputado profesor de literatura de mis años juveniles, al decir que: “no se puede besar los labios del abismo sin siquiera salir despeinado. Por eso, y porque hay experiencias por las que no es necesario pasar, es mejor buscar cierto equilibrio, porque no somos ángeles”.