miércoles, marzo 16, 2011

Apuntes sobre HAMBRE, de Knut Hamsun


Hambre, la novela que consagró al Premio Nobel Knut Hamsun (1859-1952) en su natal Noruega, se desarrolla en el inhóspito Oslo (a la sazón Cristianía) de aquel entrecruce de siglos: una sociedad protestante (ya no lo es) y preindustrial, que sin ser tan bestial como otras sociedades de la Europa de ese tiempo, se nos muestra febrilmente pragmatista. Su protagonista, Jens Ola, es un joven escritor y periodista de oficio, afectado de un problema capital de la condición humana: La dificultad del hombre para ganarse un sustento que le impida morirse de hambre, sin trabajar en cualquier cosa y sin -aquí radica la tragedia- acudir a la mendicidad, el delito, la prostitución (que también puede ser espiritual) o la herencia.

Ganarse el pan / Ganarle al Arte

Nada se nos dice del origen social de Jens. Pero, mientras el drama trascurre, lo sabemos educado y culto (de algunos de sus gestos deducimos su origen burgués), individualista, algo orgulloso, insensato y poseído de efusiones religiosas, que van desde la apología del sufrimiento, pasando por el acatamiento resignado, hasta la más extrema rebeldía, menos contra Dios que contra un sistema que le impide surgir en buena lid. En efecto, Jens no se rebela contra cualquier trabajo (se nos dice que ha desempeñado varios oficios), sino contra el hecho de no poder ejercer el que le es connatural: la escritura en sus múltiples formatos, para la que tiene un talento probado, pues ha ganado dinero escribiendo artículos para los periódicos. Y es acá donde Hambre nos sitúa en otro de los temas esenciales de la literatura: El desarraigo (o desamparo) del artista no cosificado o no sometido a directrices familiares o epocales; un desarraigo compartido por el propio Knut Hamsun, alguna vez simpatizante nazi y que siempre abjuró de la democracia burguesa y su sistema de apariencias (“Hay hombres que creen que la virtud consiste en decir: ‘¡hace falta la virtud!’. Pero en realidad sólo creen que hace falta la policía”, resumiría Nietzsche).

Asimismo, la carrera de Jens hacia la inmortalidad está trazada de contradicciones: Así como un monje espera la iluminación divina en su ascético claustro institucional, Jens espera la laboriosa inspiración al amparo del ruido mundano, donde la inactividad sin atavíos es mal vista, sobre todo por la policía. Y ni hablar de sus versiones disonantes sobre el bien y el mal (su forzado ascetismo le impide aceptar el egoísmo humano), la corrección e incorrección (la alegría de ciertos rostros le resulta intolerable, su manejo del dinero y su excesiva caridad son insensatas), y hasta del ser mismo de la escritura (sobrestima a la musa inspiradora en desmedro del trabajo inercial)… cualidades que se ahondan mientras el hambre lo empieza a carcomer.

El eros en el hambre

Hacia la mitad de Hambre, mientras se acerca el pavoroso invierno, Jens importuna a una mujer que días después lo sigue, aún a despecho de su apariencia. Él la idealiza y la llama Ylajali. Al poco andar percibimos que es una prostituta que lo cree un libertino empobrecido, pero que al percibir lo errático de su comportamiento virtuoso (“Le aclaré que el inteligente pobre es un observador mucho más fino que el rico inteligente. El pobre mira a su alre¬dedor a cada paso que da y espía suspicazmente cada palabra que oye; y a cada paso que da, él mismo impone a sus pensamientos y a sus sentimientos una norma y un deber. Tiene el oído fino, es impresionable, experimentado y su alma tiene quemaduras”) cambia de actitud y se muestra impenetrable, aunque no deja de quererlo. A partir de este episodio nos planteamos preguntas esenciales: ¿Puede acaso la mujer tolerar la pobreza masculina sólo cuando nace del infortunio o del vicio, pero jamás de una actitud consciente y hasta premeditada como parte de un designio?... ¿Es el celo femenino hacia la vida y la materia (excepción hecha de la mujer religiosa) una cualidad contrapuesta a la llama y a la fiebre del artista, por lo cual siempre anhelará sustraerle esa llama y hacerle poner los pies en la tierra?

¿Morir de inanición?

En la cuarta y última parte de Hambre sabemos a Jens hospedado en una cuartucho y debiendo tres semanas. No obstante, la patrona lo alimenta dos veces al día con rebanadas de pan, pero él sigue buscando la inspiración y vertiendo palabras en sus cuartillas, esta vez ¡un inaudito drama medieval! Su delirio se acrecienta con la desnutrición y no puede concentrarse. El frío arrecia y el hacinamiento lo empieza a enloquecer, pues se involucra en asuntos familiares (no tolera la perfidia humana). Cuando le informan que ocuparán su cuarto y deberá dormir en la habitación donde reside la familia, acepta resignado y sigue escribiendo desde una silla, pero se resiste a ir, hasta que la mujer lo expulsa por la fuerza. Duerme afuera un día y al siguiente, desfalleciente, vuelve a la casa. Pero cuando la patrona lo descubre lo amenaza con la policía. El desenlace es exquisitamente delirante y -más allá de la sabida irrealidad del universo literario- predecible: Jens -narrador en primera persona de esta novela sorprendente- no se muere de hambre y modifica su actitud… pero lejos de Cristianía

Como Jens no es un hombre de acción, la fuerza de Hambre no radica en la anécdota, tampoco en la descripción del museo de horrores del ser (los personajes subalternos de Hambre carecen de grande patetismo y casi parecen pintados). Jens no es un lunático, ni un héroe desgarrado, ni una víctima social, tampoco un santo o un inconformista vano: Es, ante todo, un sujeto profundamente espiritual, que escribiendo sus cuartillas navega en la que es una de las tragedias primordiales del ser humano, según nos lo recuerda el versículo décimo séptimo, del capítulo tercero del libro del Génesis.