jueves, febrero 09, 2012

SOBRE LOS FONDOS CONCURSABLES


Este 2012 se cumplen 20 años desde que el Ministerio de Educación implementara una fórmula para que el estado –tras el llamado apagón cultural del gobierno militar–, subvencionara a los artistas y les permitiera crear y difundir sus respectivas obras. El sistema, que ha tenido varios nombres pero se conoce genéricamente como Fondart (Fondo de Desarrollo de las Artes), ha cambiado de ministerio, ampliado sus recursos, su ámbito de acción (ahora incluye hasta a la artesanía) y mejorado su sistema de postulaciones, pero a lo largo de toda su historia ha suscitado tal cantidad de polémicas que, sin haber perdido legitimidad, ha dejado de ser esa idea auspiciosa y feliz que vendría en “colocar al arte en el sitial que de verdad le corresponde” (Ricardo Lagos).

En la presente selección del Fondart, que se hizo a la velocidad de la neurosis, muchos artistas alegan imprecisiones a la hora de evaluar y entregar los fundamentos de exclusión. Por ejemplo, a un amigo le objetaron los escasos honorarios que pedía, y a otro, cuyo puntaje fue perfecto, le dijeron que no obstante ello su trabajo “carecía de interés”, lo cual tiene algo de burla, como la expresión de una reputada autoridad regional que aseveró que “nadie se muere de cultura”. Es decir, a las falencias naturales del sistema –ante todo la escasez de recursos que en un contexto competitivo convierten al medio en una bolsa de gatos, y al artista en prostituta (Baudelaire) “por verse obligado a ser la mercancía y el anuncio de la misma”– se suma ahora la brutal inexperiencia de varios de los encargados, muchos de los cuales poco y nada tienen que ver con el arte. ¿Acaso el feroz sino de la tecnocracia?

Pero dadas así las cosas, el peor error que podrían cometer los artistas es pelearse entre ellos a causa del Fondart. Que alguien no postule no lo convierte en héroe; que alguien lo critique sólo porque no ganó, es hipócrita o envidioso; y que alguien lo defienda sólo porque ganó, es un mediocre o un desvergonzado. Pero el asunto es todavía más complejo.

El juicio de una institución, que por emanar de un poder del estado se asume como perfecta (en concordancia con su génesis moderna), puede hacernos creer que sus juicios SON la realidad; y hacernos olvidar que, en una buena medida, estamos gobernados por leyes azarosas y por la incertidumbre. Las injusticias –como el caso de aquel artista carente de ideas y que hace de amanuense en decenas de proyectos que año a año obtiene, antítesis perfecta de ese otro que por ineptitud metodológica o falta de contactos yace sumido en la inopia– son parte del juego. Quizás haría falta a los artistas, aunque sea para salirse del esquema del iluminado, una dosis de estoicismo: esa fe indestructible pero carente de toda esperanza.