lunes, octubre 22, 2007

RESPETEMOS LOS DERECHOS DE LA INFANCIA


Tanto mi madre (ahora jubilada) como mi hermana y una prima que vive en casa, trabajan en temas relacionados con la educación infantil. Por lo mismo, siempre andan mentando el versiculo segundo del capítulo diecisiete del evangelio de San Lucas. No estoy muy de acuerdo con ellas.
Ayer, sin ir más lejos, yo estaba en el barrio más clásico -y quizá el más brígido- de todo Parición. Jugaban Colo Colo (2) y la Universidad de Chile (2). Estaban Flaco Lenny, Choro Nicke, Miguel Garces, Henry Hidalgo, Negro Óscar (que pasó a buscar su bicicleta), Mario y Germán Galaz, el Maestro Santis, Brad Pitcher, Pato Garrapata, el Chuleta Zamora (que es de por sí agresivo), Johnny Pepa, el Pichula Ocaranza, el hijo subnormal de don Eustaquio Rigoletto, Charly Gato, un Joven Regio que defeca de oído, Choche Cotorra, Lucho Tripa (hincha del Arriteta Guindos), dos adolescentes admirablemente feos y los dueños de casa: la familia de Aldous asomando la nariz de vez en cuando para ver si los hombres requerían más bebida.
De pronto, Nicke Danny, a quien es imposible faltarle el respeto y estaba asaz de cumpleaños y cuidando la puerta del privado donde departíamos (pa' cachar quien entraba y quien no entraba), dijo al aire, referiéndose a uno de sus azules: “¡tay puro hueveando gil culia’o!”. En eso, un enano de no más de 8 años, le constesta: “¿Y por qué no entrai vos a jugar?” En ese lugar, en ese privado que da a un patio con cerro y dogos blancos, había exactamente 12 subnormales, 3 delincuentes, un criminal (que acuchilló a un badulaque pa'lla pa'l Otro Lado y le esparció caca en las entrañas) y 4 microtraficantes de matico seco. En ese lugar, en ese cubil con tele grande y risotada y vino rancio y cerveza color pichí de perro, ninguno de nosotros era un santo, pero la incalificable grosería de ese pequeño Calígula, sencillamente me sublevó.

Hice algo de un coraje borracho. Me puse de pie, atravesé el larguísimo mesón donde los hinchas se inyectaban, y le reventé el hocico al triste enano, con una sola patada mis punta de acero. Le volé como 4 dientes y le dejé la cara como bofe. El partido estaba MUY caliente, pero el OHHHHHHHHHHH, entre admirado y censurante que los locos profirieron, se escuchó hasta en Santiago. El niño irrumpió en un llanto mojigoide de travesti sin pichula: ¡¡PAPÁ, PAPÁ!!, ¡¡PAPÁ!!, bramaba como un cerdo en celo cagando de placer.

Llegó su padre, el sinigual Aldous Pérez, que es, a kilómetros de distancia, el tipo más rudo de todo el viejo pueblo fundado por Ribera (24 de diciembre de 1603) y que no entiende otro lenguaje que la violencia. Sacó un revólver y me lo puso en la cara. Me hizo daño. El partido ya a nadie importaba. Le dije que no estaba educando bien a su retoño y me respondió (aunque con otras palabras) que aquello sólo le incumbía a él. Le retruqué que no estaba de acuerdo, que no podía incurrir en el pestilencial error de amparar la prepotencia. Es mi hijo, respondió. Los hijos son de todos según Khalil Gibrán, le dije finalmente. Me entendió. Bajó el revólver y llevó a su hijo, que lloraba con lágrimas de cocodrilo, al hospital. En ese momento, Miguel Riffo marcó el 2 a 1 para Colo-Colo. Pero nadie celebró.