martes, septiembre 10, 2013

TEILLIER RECORDANDO A DE ROKHA

En un día como hoy pero de 1968, murió Pablo de Rokha. En este mes, donde mañana se conmemoran los 40 años del tan mentado quiebre de la democracia, lo recuerdo a través de una experiencia lautarina relatada por otro poeta significativo: Jorge Teillier.
--------------------------------------------------------------

Era el tiempo de las vacaciones y solíamos caminar con mi padre y mi hermano Iván hasta el puente Cautín y luego cumplir el rito de jugar brisca y tomar unas cervezas en el Club Conservador o donde el Pavo Arévalo.
Ahora bien, en medio del paseo siento un brusco rechinar de frenos e inesperadamente surge de un auto Pablo de Rokha, diciéndome: "Amigo Teillier, vengo desde Los Ángeles con unas ganas horribles de comerme unas patitas de vaca". Hechas las presentaciones del caso, mi padre me llamó aparte: "donde doña Margarita llegaron patitas, pero no creo que sea un lugar para llevar a un poeta”. “Para él no hay otro mejor –respondí–. Ya verás”. Y partimos.
Doña Margarita era dueña de una frutería en Cuyanquén, barrio de la bronca lautarina, al lado de la línea férrea y era famosa por su buena mano. Mientras sus hijos vendían frutas y verduras, ella atendía en la trastienda a los gourmands del pueblo, desde el gobernador al alcalde y al sargento de Carabineros encargado de controlar el expendio clandestino de comidas y bebidas.
Doña Margarita siempre nos acogía con una gentileza que se acrecentó cuando le informamos que estaba en presencia de una de las glorias de las letras chilenas y de su yerno, gran pintor argentino. No sólo nos ofreció patitas, sino también pancoras y –en secreto– un salmón recién pescado (estábamos en época de veda), y chicha fuerte de manzana de don Nicolás Van de Moler, la mejor de la región.
“Se ve en el horizonte”, exclamó con su mejor vozarrón don Pablo, y pidió, a modo de aperitivo, una damajuana de chicha junto a una pichanga “para preparar el ingreso a conversar”. La pichanga (a la cual llamaba también “causeo criaturero”) contó con su aprobación. Traía toda clase de cecinas de un cerdo “sureño y oceánico” preparado en casa, queso de cabra, aceitunas de Azapa, cebollas escabechadas en vinagre y ají cacho de cabra. La dueña de casa nos sirvió una fuente para seis personas, pero don Pablo, con su servilleta anudada al cuello a la manera de los viejos demócratas, se expropió para él solo la fuente. Doña Margarita, sin decir palabra, nos trajo la misma cantidad a cada uno. En la tácita competencia me di por vencido tras comer enormes cantidades de pancoras, sin poder llegar hasta el salmón al horno. Todo esto era acompañado por un pipeño que corría “más ligero que un alguacil”, al decir del Arcipreste. Recuerdo que el poeta lautarino Gabriel Barra recitó unos versos del tabernario Serguei Esenín con gran alegría de don Pablo que, asimismo, acompañó con tamboreo y huifa unas cuecas chilota cantadas por el profesor Mancilla, bailadas por doña Margarita con el notario del pueblo León Ocqueteaux, hasta que el paso del tren de las cuatro nos indicó que era hora de terminar la reunión…


En la mañana siguiente acompañé a don Pablo a vender su libro Idioma del mundo por la localidad. Lo vi practicar el trueque. Por un volumen autografiado recibía un quintal de harina, un saco de papas o enormes ristras de ajo que embarcaba a la capital, a su familia.
El poeta estaba invitado a almorzar a casa de mis padres. Ante el espanto de mi madre, decreté que debía haber un almuerzo de acuerdo a los cánones rokhianos. El aperitivo consistió en una chupilca con harina tostada recién hecha, la cual el vate acompañó –por cuenta propia– con dos cebollas crudas de nuestra huerta que devoró como pomelos. Vino después un plato de pancutras fiambres preparadas la noche anterior (“componedoras de cuerpo”) y un ganso con ajo y arvejitas nuevas. De postre, una tajada de sandía para cada comensal, y una entera para don Pablo. La comida había sido preparada en la cocina económica, y con fragante leña de ulmo, lo que contó con la entusiasta aprobación del poeta.
Luego, pidió permiso para dormir siesta, bajo la vieja parra de la casa, eso sí, en un sillón. Nos explicó que uno de los secretos de su buena salud era el de dormir sentado.
Y ahora escribo sobre una visita a De Rokha en su casa de calle Valladolid. Me entregó su poema “La hoja caída”, el último que apareció en su vida, para una revista universitaria. Mientras me incitaba a seguir comiendo prietas y a tomar vino áspero de Cauquenes, Maule, él tomaba agua mineral y probaba apenas un caldo de verduras. Estaba herido de muerte. Y recordé uno de sus versos: “retorne solo a la provincia despavorida y funeral / cómase un caldillo de papas, que es lo más triste que existe”. Poco tiempo después recurría, como Joaquín Edwards Bello, al último remedio: un tiro de Smith & Wesson, tras cumplir, entre otras grandes tareas, la de haberse comido y bebido a Chile entero.