domingo, septiembre 13, 2009

SEPTIEMBRE: EL MES DE PABLO DE ROKHA


(Publicado en el periódico "Tiempo 21")

Hay que repetirlo: la poesía chilena no se reduce al hijo del ferroviario (disminuido a un museo “lleno de cosas lindas”), a la mujer inscrita en los billetes (idea del gobierno militar) o al nonogenario antipoeta. Hay muchos próceres, desgraciadamente conocidos casi en las puras academias y cofradías de escritores (tema para después). De entre todos, me quedo con Pablo de Rokha (1894-1968), fallecido un 10 de septiembre, de un balazo autoinferido.

Nació en octubre de 1894 en Licantén (séptima región), con el nombre de Carlos Ignacio Díaz Loyola. Hijo de un administrador de fundo, estudió en un liceo talquino, luego en un seminario donde sus condiscípulos lo apodaron “el amigo piedra” (de ahí su seudónimo) y del que fue expulsado por ateo, para luego visitar Ingeniería y Derecho en la Universidad de Chile. A sus 20 vuelve a Talca y, tras recibir un libro de poemas dedicado por una bella mujer, decide casarse con ella. Es Luisa Anabalón Sanderson, su inmortal Winétt, con quien luego de huír inicia el romance más prolongado e intenso de la literatura chilena (“Estás sobre mi vida de piedra y hierro ardiente, / como la eternidad encima de los muertos / recuerdo que viniste y has existido siempre, / mujer, mi mujer mía, conjunto de mujeres /…toda la especie humana se lamenta en tus huesos”). De ella admira su belleza femenil e inteligente, su dulzura y condición de madre (“ ‘Nenito, peladito, chucurrutito’ / así le dice a la guagua de meses / y él le contesta: ‘á...gu...u...u’ / y los dos se conocen ha setenta mil años, por lo menos”).

La vida de De Rokha es la de un toro desbocado. Escribió 33 libros de poesía, tres de ensayo y muchas reseñas y artículos; tuvo su propia revista, “Multitud”, y fue comunista hasta los huesos, incluso tras ser expulsado del Partido por un lío absurdo. La terrible y mutua enemistad que sostuvo con Neruda (casi al final el crítico Sánchez Latorre intentó abuenarlos, pero el Nóbel se opuso) y sus polémicas con Vicente Huidobro y con críticos necios (Alone calificó “Los gemidos” de literatura patológica), dan para un largometraje. Vive pobremente, vendiendo cuadros, herramientas agrícolas y autoeditando sus propios libros, para lo cual recorre medio Chile. De ese periplo nace su “Epopeya de las comidas y las bebidas de Chile”, una experiencia culinaria y antropológica sorprendente, cuyos versos, en este mes de la Patria, debieran repartirse en fondas, ramadas y calles, micros y trenes, escuelas, regimientos, lenocinios, iglesias, hospitales… y en la cárcel (“Si fuera posible, sirvámonos la empanada bien caliente, bien caldúa, bien picante, debajo del parrón, sentados en enormes piedras, recordando y añorando lo copretérito y denigrando a los parientes, cacho a cacho de cabernet talquino; y la sopaipilla lloviendo, con poncho, completamente mojados, entre naranjas y violetas, acompañados del cura párroco y borrachos”).

En 1944 el Presidente Ríos lo nombra embajador cultural y conoce 21 países junto a su mujer. Es la gloria, pero al llegar a Chile, en 1949, Winétt enferma de cáncer y muere tiempo después. El 61 publica “Canto del macho anciano”, su obra más desgarradora (“comprendo y admiro a los líderes, pero soy el coordinador de la angustia del universo, el suicida que apostó su destino a la baraja de la expresionalidad y lo ganó, perdiendo el derecho a perderlo”). En 1965 recibe el Premio Nacional, pero en 1968 –mismo año en que se suicidan su hijo Carlos (poeta notable) y su amigo Edwards Bello–, este huaso surrealista que intentó conciliar su vida con las ideas de redención social, decide abandonar la tercera dimensión. En este 18, propongo un frenético brindis en su clara memoria.

PASAR AGOSTO: REQUIEM PARA MAURICIO


Mi amigo y vecino de infancia Mauricio Ulloa no pudo pasar agosto. Murió a sus 37 primaveras, pocos días antes de que, según el saber popular, los ancianos pueden sentirse más seguros de vivir una año más. Ahora me observa desde un lugar incierto y no me resigno a que la lepra negra del error calumnie su clara memoria... “pasó a mejor vida el pobre loco”, podrían decir los necios. Mas quienes sepan oírme, entenderán que la valía de un hombre no está dada por factores externos, como fama, dinero y poder; y esto, que parece una frase pueril, será rubricado en el porvenir.

Lo conocí el verano del 80, cuando arribé a Temuco desde tierras lotinas, y fue mi primer amigo o compañero de correrías en la entonces incipiente Villa los Aromos. Su imaginación desaforada, que lo hacía incurrir en chifladuras estupendas no del todo liberadas de crueldad, ocultaba en el fondo un corazón bondadoso e infantil. Era, no tengo que ocultarlo, una versión masculina de La Cenicienta. Recuerdo no tener más de diez años y verlo atareado en una batea con ropa, o impedido de salir a jugar por tener que encerar la casa. Hermano menor de una familia protestante de padre marinero, era en realidad el vástago no reconocido de una de las hijas de la matriarca: sus hermanos eran en realidad sus tíos, y esa anomalía (los prejuicios familiares han dado paso a otros horrores en Chile) hizo que a veces lo trataran de manera diferente.

En 1991 me mudé y dejé de verlo, pero hace unos siete años me reencontré con él. Su familia lo había exiliado por un escándalo con una sobrina (bastante crecidita), del que –¡cómo no!– lo culparon sólo a él (Lucas 6: 41-42). Se había separado hace un tiempo y tuvo que vivir de caridades ajenas, sobrellevando oficios duros pues, si alguna vez le ofrecieron estudiar una carrera, su negligencia feliz y libertaria y algo irresponsable lo hizo desecharlo. Aquel fue su tiempo más oscuro y, como suele ocurrir, el de mayor sensibilidad para con el arte: Creo que Mauricio conocía el terrible secreto de la belleza y los peligros que entraña cruzar al otro lado; era un místico sin brújula y un artista en un erial; un sujeto lúdico e inmensamente creativo, preñado de un lenguaje sin lecturas que hacía trizas las nociones agotadas del sentido del humor.

El año pasado lo reencontré tras varios años y compartí con algunos de los suyos. Trabajaba en una sandwichería para el marido de la única hermana que siempre le fue incondicional, y vivía con una joven mujer que lo adoraba, con quien tenía un hijo de tres años del que hablaba con devoción infantil. Había corregido el pasado y se veía tranquilo. Pero la madrugada del sábado 22 los dioses tejieron de otra forma su destino: fue atropellado por una mujer que se dio a la fuga. Ahora, lejos de la tercera dimensión, deambula por parajes de los que poco sabemos y continúa investigando. ¡Ya nos veremos de nuevo, Loco Ulloa!, jugaremos Ataque, con soldaditos de plástico, y leeremos a Quiroga en libaciones solitarias… donde la luz será más que una simple bujía.