miércoles, septiembre 22, 2010

POESÍA MAPUCHE EN EL BICENTENARIO


Publicado en el semanario "Tiempo 21"

Estoy lejos de adscribirme a lugares comunes e idealizar, desde una cómoda distancia de progresista bebiendo un gin-tonic, a un grupo de individuos que apenas conozco. No es mi caso. Salvo intervalos, he vivido 30 años en La Araucanía y me he relacionado, a veces atrozmente, con varios mapuche, conozco parte de su mitología milagrosa y he compulsado las historias de Bengoa y Marimán.

Al momento de escribir este artículo, 33 de ellos sostienen en varias cárceles una huelga de hambre que supera los 70 días: un legítimo acto de protesta por parte de ciudadanos, acusados de actos terroristas y que se sienten maltratados, sobre todo considerando los abusos de una ley que, entre otras injusticias, los priva de libertad mientras se les investiga, avala testigos sin rostro para incriminarlos, y permite salvajes allanamientos y torturas bajo cuerda.

Y es en medio de este hecho que doy unas pinceladas sobre poesía: la poesía escrita por autores de este origen y con tópicos de esta cultura… quizá el hecho literario más relevante de las dos últimas décadas en Chile.

Como sabemos, la lengua mapuche o “idioma de la tierra” es esencialmente oral, y es en su entrecruce con la lengua castellana que el mapudungun adquirió su cualidad escrita. Por ello no hay consenso a la hora de proponer un alfabeto, y en la actualidad son tres los que se disputan el derecho de poner en molde los inmemoriales sonidos de esa etnia: el Alfabeto Mapuche Unificado, el del lingüista Alfonso Raguileo y el Alfabeto Azümchefe (propuesto en 1989 por la Corporación Nacional de Desarrollo Indígena). Pero más allá de resistencias, adocenamientos o prejuicios, podemos decir que la repercusión e interés por esta poesía se ha consolidado gradualmente en el ámbito literario, a través de entrevistas, publicaciones, investigaciones y encuentros en los que estos autores son considerados con frecuencia.

Quizá el primer gesto que marcó esta tendencia fue la publicación, en 1966, del cuadernillo Poetas mapuches en castellano del profesor normalista Sebastián Queupul, caracterizado por la nostalgia y el sentimiento de desarraigo. Pero quienes en realidad alzaron dicha poesía a su sitial más alto fueron nombres como Leonel Lienlaf (“Se ha despertado el ave de mi corazón. / Extendió sus alas y se llevó mis sueños / para abrazar la tierra”), Elicura Chihuailaf (“Piedra Transparente será éste, por mí, dijiste / Oh! Genechén, envíame tu aliento / tu resollar de aire poderoso”) y Jaime Luis Huenún (“La muerte es lo que escribe / el agua sobre el agua, me dije contemplando el rocío de la tierra / Lloré, entonces, lloré, sólo por el delirio de respirar tu aire”.), quienes publicaron sus primeras obras en la última década del siglo anterior y dejaron establecida una suerte de ruta, que han seguido muchos otros, con mayor o menor felicidad.

A mi mido de ver, el posicionamiento de la poesía mapuche –con su culto a la ancestralidad, sus afanes de justicia histórica y su ferviente anhelo de esclarecer la realidad del habitante originario en la modernidad– tiene bastante de reivindicación simbólica: de saldar, con este gesto exiguo pero no insignificante, una parte de la deuda por las cuantiosas fechorías (como el robo legalizado) que el Estado de Chile propulsó contra ellos en nombre del progreso, ante todo en la segunda parte del siglo XIX ("Esta guerra no nos costará sino mucho mosto y mucha música", reza una carta del una carta del Intendente Cornelio Saavedra al Presidente José Joaquín Pérez). Pero es indudable que la grandeza de sus versos situa a muchos de estos autores en lo más alto de nuestra mejor tradición poética, sin apellidos. Y este “sin apellidos” debe hacernos pensar en que no hay unidad posible, ni festejos felices, sin el rescate y el respeto de las diversas identidades que nos configuran… y más aún si estas son tan discernibles y valiosas como la mapuche.

jueves, septiembre 02, 2010

¿ISABEL ALLENDE, UN PREMIO MERECIDO?


(publicado en el semanario "Tiempo 21" de Temuco)

Este jueves dos de septiembre será recordado como el día en que por cuarta vez –entre 50 ocasiones– una mujer obtuvo el Premio Nacional de Literatura. Hablo de Isabel Allende Llona (1942), autora de 18 libros, ante todo novelas (algunas más que prescindibles), caracterizadas por la profusión del erotismo, el sentido del humor y la descripción vertiginosa de realidades históricas latinoamericanas en clave onírica, donde lo irreal o extraño no se disocian de lo cotidiano. La prosa, galopante, lúdica y “sospechosamente entretenida” (dijera algún intelectual) de esta sobrina del ex Presidente Allende que por años ejerció el periodismo, le ha permitido vender más de 50 millones de libros, convirtiéndola en el escritor chileno más conocido en el mundo después de Pablo Neruda, y permitiéndole llevar al circuito comercial del cine dos de sus mejores libros: “La casa de los espíritus” y “De amor y de sombra”.

Quizá en términos ESTRICTOS de calidad literaria, escritores como Germán Marín Sessa (1934) o Diamela Eltit (1949) tenían más méritos que la premiada Allende, pero en el actual contexto de neo-analfabetismo y de escasa difusión de los textos, estos autores son casi ignorados por la gente, que tampoco cuenta con las herramientas cognitivas para indagar en su prosa. Y en esto quiero ser muy claro: no se trata acá de premiar al más conocido o al que más libros vende, sino de reivindicar a la literatura –que parece estar tomada por las élites y sumida en una paradójica marginalidad, que entre otros males provoca hacinamiento– como un hecho social tangible, como una forma lo más generalizada posible de aprendizaje y construcción de mundos, incluso en estos tiempos donde el paradigma del conocimiento (y de la entretención) mutó desde lo escrito a lo audiovisual, cuestión que no debemos ver como un hecho ineluctable.

Isabel Allende, con su prosa llana y efectiva (algunos dirán que efectista) ha permitido que millones de personas incursionen en el universo literario. Y –como alguna vez sostuve– visitar literatura es importante para todos, pues nos hace más tolerantes, diversos, ilustrados, menos devotos del consumismo y menos atados a placeres sensualistas; nos sume en una dulce intimidad, pone un freno entre en pensamiento y la acción, refresca nuestras mentes y nos libra del abismo de las imposibilidades… cual si fuese una extensión de nuestra imaginación. Además, nadie en buena ley puede negar la calidad intrínseca de textos como “La casa de los espíritus” (su primer libro, publicado a los 40 años y que repasa en clave familiar algunas facetas esenciales del cambio social en Chile), “Eva Luna” o “Paula”, la sobrecogedora crónica de la muerte de su hija. La lectura de estos y otros textos, y los argumentos antes esbozados, justifican el presente galardón… que tampoco tiene una importancia tan dramática y fatal que justifique tanta indignación espuria.

En efecto, algunos sostienen que el Premio Nacional de Literatura es una de las tantas supersticiones literarias de Chile. Y si revisamos la historiografía sobre el tema y vemos que figuras insignes que hasta podrían configurar un canon alternativo (Enrique Lihn, Juan Emar, Roberto Bolaño, Miguel Serrano, Juan Luis Martínez, Jorge Teillier, María Luisa Bombal, Nicomedes Guzmán o Vicente Huidobro) no recibieron el mentado galardón y si lo recibieron otros que nada significan, debemos atender que éste tiene una importancia sujeta a avatares momentáneos (políticos, publicitarios, etc), y no modifica esencialmente el mapa de nuestro imaginario literario y cultural. Mapa que, a mi juicio, ya cuenta entre sus coordenadas con un autora como Isabel Allende, ante todo por su primer libro, "La casa de los espíritus", escrito lejos del aplauso y los agentes, en los espartanos y tantas veces fértiles rigores de la soledad.