jueves, septiembre 12, 2013

LA GALLINA MALDONADO


Pensaba escribir sobre el 11 de septiembre. Sobre esa éPica bastarda que celebra como el nacimiento de un hijo el hecho infortunado de que un ladrón ingresó a nuestra casa –en el supuesto de que Allende hubiera sido eso– y lo aniquilamos con ensañamiento; o sobre esa otra épica, que festina recalcando una verdad incuestionable –el museo de horrores del gobierno militar–, pero que algunos usan para santificarse.

Pero como del 11 se ha hablado ya bastante y el escritor Claudio Maldonado (Curicó, 1977), con quien alguna vez yo hiciera migas literarias, acaba de publicar su tercer libro y primera novela, prefiero referirme a tal. “Piel de gallina” (Ediciones Inubicalistas), es el delirio del profesor Lizardo Melgarejo, un cincuentón anodino que, tras quedar en estado de coma en un accidente escolar, recrea el monstruoso escenario del Colegio de Aplicación Avícola Abelardo Taladriz, donde los educandos son pollos a los que, mediante tácticas constructivistas, se prepara para el buen morir. Sostenedores corrompidos, militares sodomitas, profesores reducidos a la segunda infancia y una sensual y astuta manipuladora de alimentos, entre otros, coexisten con Lizardo, quien desde “el mundo de Allá” viene a hacer un reemplazo y conseguir la ansiada firma para jubilarse. La novela se articula en primera persona, ya hablando Lizardo (en el mundo soñado) o personajes que lo frecuentaron en su pasado terrenal, como sus padres, un compañero de carrera, sus alumnos (en un video chat) y su ex mujer, esta última en un dialecto popular que Maldonado transcribe sagazmente. Y son estos monólogos y diálogos, además de un espléndido relato que hace escarnio del protagonista, lo mejor logrado de esta hilarante sátira, cuyo avance es a veces balbuceante, y que peca de efectismo en su gusto por el esperpento y en su afán por desfondar los límites de la imaginación.
Pero, no obstante ser “Piel de gallina” una celebración del absurdo y una novela del género fantástico, pone en el tapete y de forma original un tema de honda coyuntura: los desaciertos de un modelo educativo que se impuso en un régimen de fuerza, con la connivencia de un dinero muchas veces mal habido y cierta estéril devoción al pragmatismo, y que está en tela de juicio en nuestro Chile actual. Novela de trazas políticas, entonces, esta “Piel de gallina”, que además tiene el mérito –tal vez replicable– de incluir ilustraciones que sin duda la refrescan, es un libro ineludible… como las conmemoraciones del 11 de septiembre.

martes, septiembre 10, 2013

TEILLIER RECORDANDO A DE ROKHA

En un día como hoy pero de 1968, murió Pablo de Rokha. En este mes, donde mañana se conmemoran los 40 años del tan mentado quiebre de la democracia, lo recuerdo a través de una experiencia lautarina relatada por otro poeta significativo: Jorge Teillier.
--------------------------------------------------------------

Era el tiempo de las vacaciones y solíamos caminar con mi padre y mi hermano Iván hasta el puente Cautín y luego cumplir el rito de jugar brisca y tomar unas cervezas en el Club Conservador o donde el Pavo Arévalo.
Ahora bien, en medio del paseo siento un brusco rechinar de frenos e inesperadamente surge de un auto Pablo de Rokha, diciéndome: "Amigo Teillier, vengo desde Los Ángeles con unas ganas horribles de comerme unas patitas de vaca". Hechas las presentaciones del caso, mi padre me llamó aparte: "donde doña Margarita llegaron patitas, pero no creo que sea un lugar para llevar a un poeta”. “Para él no hay otro mejor –respondí–. Ya verás”. Y partimos.
Doña Margarita era dueña de una frutería en Cuyanquén, barrio de la bronca lautarina, al lado de la línea férrea y era famosa por su buena mano. Mientras sus hijos vendían frutas y verduras, ella atendía en la trastienda a los gourmands del pueblo, desde el gobernador al alcalde y al sargento de Carabineros encargado de controlar el expendio clandestino de comidas y bebidas.
Doña Margarita siempre nos acogía con una gentileza que se acrecentó cuando le informamos que estaba en presencia de una de las glorias de las letras chilenas y de su yerno, gran pintor argentino. No sólo nos ofreció patitas, sino también pancoras y –en secreto– un salmón recién pescado (estábamos en época de veda), y chicha fuerte de manzana de don Nicolás Van de Moler, la mejor de la región.
“Se ve en el horizonte”, exclamó con su mejor vozarrón don Pablo, y pidió, a modo de aperitivo, una damajuana de chicha junto a una pichanga “para preparar el ingreso a conversar”. La pichanga (a la cual llamaba también “causeo criaturero”) contó con su aprobación. Traía toda clase de cecinas de un cerdo “sureño y oceánico” preparado en casa, queso de cabra, aceitunas de Azapa, cebollas escabechadas en vinagre y ají cacho de cabra. La dueña de casa nos sirvió una fuente para seis personas, pero don Pablo, con su servilleta anudada al cuello a la manera de los viejos demócratas, se expropió para él solo la fuente. Doña Margarita, sin decir palabra, nos trajo la misma cantidad a cada uno. En la tácita competencia me di por vencido tras comer enormes cantidades de pancoras, sin poder llegar hasta el salmón al horno. Todo esto era acompañado por un pipeño que corría “más ligero que un alguacil”, al decir del Arcipreste. Recuerdo que el poeta lautarino Gabriel Barra recitó unos versos del tabernario Serguei Esenín con gran alegría de don Pablo que, asimismo, acompañó con tamboreo y huifa unas cuecas chilota cantadas por el profesor Mancilla, bailadas por doña Margarita con el notario del pueblo León Ocqueteaux, hasta que el paso del tren de las cuatro nos indicó que era hora de terminar la reunión…


En la mañana siguiente acompañé a don Pablo a vender su libro Idioma del mundo por la localidad. Lo vi practicar el trueque. Por un volumen autografiado recibía un quintal de harina, un saco de papas o enormes ristras de ajo que embarcaba a la capital, a su familia.
El poeta estaba invitado a almorzar a casa de mis padres. Ante el espanto de mi madre, decreté que debía haber un almuerzo de acuerdo a los cánones rokhianos. El aperitivo consistió en una chupilca con harina tostada recién hecha, la cual el vate acompañó –por cuenta propia– con dos cebollas crudas de nuestra huerta que devoró como pomelos. Vino después un plato de pancutras fiambres preparadas la noche anterior (“componedoras de cuerpo”) y un ganso con ajo y arvejitas nuevas. De postre, una tajada de sandía para cada comensal, y una entera para don Pablo. La comida había sido preparada en la cocina económica, y con fragante leña de ulmo, lo que contó con la entusiasta aprobación del poeta.
Luego, pidió permiso para dormir siesta, bajo la vieja parra de la casa, eso sí, en un sillón. Nos explicó que uno de los secretos de su buena salud era el de dormir sentado.
Y ahora escribo sobre una visita a De Rokha en su casa de calle Valladolid. Me entregó su poema “La hoja caída”, el último que apareció en su vida, para una revista universitaria. Mientras me incitaba a seguir comiendo prietas y a tomar vino áspero de Cauquenes, Maule, él tomaba agua mineral y probaba apenas un caldo de verduras. Estaba herido de muerte. Y recordé uno de sus versos: “retorne solo a la provincia despavorida y funeral / cómase un caldillo de papas, que es lo más triste que existe”. Poco tiempo después recurría, como Joaquín Edwards Bello, al último remedio: un tiro de Smith & Wesson, tras cumplir, entre otras grandes tareas, la de haberse comido y bebido a Chile entero.