martes, abril 25, 2006

Memorias de un Huaso en la Uropa. Primera parte: EL APERO


Por el profe Bernardino:

Sintiéndome humillado y palanqueado un año entero con el régimen de 44 horas semanales en un liceo flaite de Pucón (soy profe de castellano), los últimos días de setiembre acepté el convite de mi pierna esencial: dígase también mi gorda, dígase también mi bella Coipa estudiante de Artes de la Araucanía. Estando ella en París, me dijo: “Bernardino, aquí hay techo, comida y un poco de amor; compra los pasajes y olvídate del horroroso por un rato”.



Foto tomada por Coipita en el Sena...tomando yo juguito

Lo hice, no sin dificultad, pues el bruto de mi sostenedor sentenció días antes de terminar el año que en el verano no nos pagaría ni huevas; que acaso lo creían leso de andar dando plata y más encima vacaciones. Junto a los colegas más despiertos, y en un acto rayano en la traición, matamos dos chanchos, compramos 30 litros de vino e invitamos al viejujo, que medio borrado y feliz nos aceptó el negociado: nosotros le dábamos 200 lucas cada uno y él nos cancelaba al chin chin los tres meses prometidos.

Y así fue la cosa. Saqué un boleto pa’ Madrid el 19 de Enero. De ahí tendría que tomar un tren rumbo a la ciudad de Napoleón. Sin duda el viaje era un acontecimiento pa’ la parentela de Curicó; estaban nerviosos, que pa’ que vas a irte tan lejos, que te vas a quedar sin plata, que con esos pesos (dijo mi abuela) me encierro con una cabra un mes entero y la paso de lujo.

Lo cierto es que llegando a Santiago la cosa era facilita. Ahí mismo en la terminal me esperaba un bus con destino al aeropuerto. El camino está todo cementado, con esos focos grandes como en las películas de cabro chico, Calles de San Francisco o Área 12 o la Patrulla Motorizada, qué se yo. Llegué a la cosa y puchas que tuve que esperar. Al final le pasé el pasaje a una señorita rubia y con cara de pelota que tenía como una mazamorra en la boca. Algo le entendí, que tenía que esperar otro rato pa’ el embarque por una salita donde tenía que mostrar el pasaporte, etc. Bueno, dije yo: Tengo que llegar a Madrid (el ñato de los pasajes me había dicho que el Barajas es 50 veces más grande que el de Chile), tomar un taxi y llegar a Chamartín; de ahí esperar el tren que en 8 horas me llevaría a Austerlitz, la estación donde me estaría esperando mi Coipita.

Las coincidencias. Justo el ñato de la Policía Internacional era de Curicó. Me preguntó por las calles, por las uvas y las tortas. Yo estuve a punto de regalarle una tortita que tenía en el bolso, pero no: no faltará el franchute que se lamiera los bigotes con esta delicia, pensé. Y llegué al embarque; otra hora más que pasó rapidito hasta que hicimos la fila y entramos a la máquina, con tan buena suerte que me toco sentarme con una chilena. Oye, le dije, cuando nos bajemos échame una ayudita con los bolsos. Esta cabra me contaba de sus viajes a Barcelona, Marruecos e Italia. Yo le ponía harta atención, pero también quería mirar por la ventanilla como se achicaba la capital. Miles de luces amarillas hacían un dibujo bien bonito en toda esa negrura. Hasta que todo se apagó y la cabra me dijo que se iba a echar un tuto. Yo ahí de lo más entretenido viendo como el puntito de una tele nos decía donde íbamos.

No tenía ni rastro de hambre, pero sentía la inquietud de como era el rancho en el avión. Y ahora me digo: fue una pura decepción. O sea, uno esta conciente que compró los pasajes en económica, que a lo mejor no le iban a ofrecer Faisán al Palo. Pero debo decir que la comida es harto mala. De partida te entregan una bandejita chica con una cuestión como puré relleno que no te llena ni una tripa; además, la ensalada parece una talla: dos hojitas de lechuga y un puñadito de choclos. No pues, cortenlá. En ese caso hubiera preferido un arroz con huevo o un plato de quifaros. Me lo comí todo y callado, mientras la ñata de al lado roncaba como perro y la lucecita de la tele recién estaba saliendo de Chile.

Me eché tres pestañadas y parece que no pasaba nada. Estábamos en medio del Brasil. Ahí pensé en mi Coipita, falta tan poco pa’ que nos rejuntemos en las UROPAS. Desperté arribita de las Islas Canarias. Llegaba el desayuno. Por ahí la cosa anduvo mejor, pero igual faltó más contundencia. Había que apechugar y aterrizar bien despierto, pues como me dijo mi tío Chelo, cuidado con las monedas, mira que huevones mandingas andan en todos lados.

Al llegar recogí las maletas y me las emplumé pa’ un radiotaxi. Cuanto me cobra amigo, le dije; 15 euros, mazamorreó con esa lengua traposa de los coños; dele no más, entonces. Hasta que llegamos. Ahí la cosa fue más fácil pues el tren estaba ahí mismo. Era un coche cama con tres compañeros de viaje: un francés que no se pronunció en toda la noche, un español que algo me dijo de la suerte de Bachelet (no lo pesqué mucho porque tenía un tufo como a azufre) y un sirio. Este cabro –que se llamaba Jamel- me cayó rebién porque era sonrisal y dado al buen trato. Vivía en España y estudiaba pa' dentista en París. Ahí estuvimos hablando de los atentados y de lo mal que lo pasan a veces por ser del mundo árabe. Yo le encontré razón en eso de la discriminación, porque poquito después que partiera el tren nos pidieron a todos los pasaportes (al coño el carnet), y bien entrada la noche (seguro que llegábamos al límite con Francia) entraron los policías, achorados los huevones, onda pateando la puerta y preguntándole al sirio una sartalá de huevás, que el pobre Jamel medio champurreado trataba de explicar. A mi no me dieron ni bolas, así que dormí hasta el otro día.

Cuando faltaba poco desperté y sentí que por fin la máquina estaba parando. Me despedí con un apretón de manos del Sirio que se perdió entre la gentes de París. París, que aquella mañana recibía a un huaso curicano de tomo y lomo. Bueno, y mi Coipita corre que te corre a darme el abrazo de la felicidad, mientras yo me entregaba a ese nuevo aire de goma quemada y dulce de leche que era la capital de Francia.