Lo he dicho muchas veces. La creatividad no tiene que ver con rendirle pleitesía a los buenos modales, ni con la obediencia debida a personas o instituciones que apenas saben lo que hacen (¡mientras las cifras les calcen!); eso es una apología del burocratismo, casi siempre miope. La creatividad va más allá de la repetición de formulismos, de la profusión de ruidos o papeles, del anhelo de ser parte de un algo o de sumarse a quienes ven a la cultura como un deber. La creatividad o facultad de crear es dolorosa como un parto, extraordinaria como un viaje interplanetario o simplemente lo es a cuentagotas. Ya lo dijo el dramaturgo irlandés George Bernard Shaw (1856-1950): “El hombre sensato pretende adaptarse al mundo, mientras que el hombre insensato pretende que el mundo se adapte a él: todo progreso depende de este último”.
La cultura es mucho más que una repartición o un dato. Es aquello que, entre tantos otros méritos, nos hace sentir ricos sin dinero, poner un freno entre el pensamiento y la acción, y saltar sobre la tiranía del deseo (tan caro a estos tiempos). Es una forma de sentirse parte de la comunidad aún en el destierro, y de sentir que podemos estar vivos aún despreciando la vida.
Días después del nacimiento de Cristo (y no de Milton Friedman), aprovecho de saludar a mis ex talleristas, instándolos de paso a resistir, no sólo sus personales infortunios, sino las varias arbitrariedades que contra ellos se cometen. A juicio de quien esto escribe, cualquier noción de progreso (y no de mero desarrollo) indica que, en un futuro ojalá no tan lejano, las cárceles tradicionales serán vistas como ahora vemos a la esclavitud, a la tortura o al homicidio legalizado.