domingo, enero 17, 2010

ESCRIBIENDO DESDE CIUDAD SUR




Nací en Lota, llegué a los ocho años a Temuco y viví en Santiago el 98, 99, 2000 y 2005. Dicha residencia fue ventajosa y me abrió la perspectiva. Por ejemplo, de no haber vivido en Santiago no habría participado de un colectivo de arte que declamaba poesía en el metro (algo sinceramente revolucionario, pero ese es otro tema), ni habría hecho cine casi de la nada con mi amigo Robert Flowers. En el entrecruce de siglos viví frente al Arcis y fue una experiencia dolorosa, pero también extraordinaria. Conocí la flor y nata del artistoide santiaguino de izquierdas: individualista hasta la lepra, hiperventilado hasta la saturación, preñado de lugares comunes e informado -no sé si formado- de una oferta cultural, con o sin morlacos mediante, abundante hasta el agobio.

Un gesto que puede condensar ese agobio es el rostro impenetrable y taciturno de una muchacha bien parecida y de exquisito estilo -que durante años decoró mis pesadillas-, que ví una vez en el Goethe Institut mientras ambos, aunque por separado, disfrutábamos (el verbo es engañoso) de una obra de Brecht: era la soledad quintaesenciada, y el egoísmo sanguinario y autodestructivo, que es una glosa de los tiempos que vivimos.

Entre el gesto de aquella ilustre desconocida y la actitud bonachona y un tanto mongoloide del artista de provincia (me refiero a los pueblos pequeños), apelo a una suerte de equilibrio. Es cierto que si uno está en la literatura con cierta pretensión de seriedad (o de broma bien urdida), debe alimentarse de muchos estímulos (ante todo lecturas) y tener un bagaje cultural lo más amplio posible, pero de ahí al sufrimiento esnobista de la muchacha aquella, sin duda descentrada por exceso de arte mediatizado, prefiero dejar de bañarme y defecar en la calle para volver a la pureza original. Asimismo, la comodidad y pereza del artista provinciano, de Villarrica, Collipulli o Nacimiento, digamos, que anhela viajar a Saturno en citroneta, me parece una de las formas de la oligofrenia, o al menos de la incuria disfrazada de contemplación (Proverbios 13:4).

Recuerdo que hace un tiempo, en medio de una polémica que no reseñaré, un reputado poeta homosexual, de espíritu fatuamente rebelde y más bien cortesano, me motejó de “huaso”. Con dicho calificativo mal usado (el huaso habita entre las regiones quinta y octava), el ilustre sodomita apelaba a mi condición de temuquense, quizá ignorando que mi experiencia santiaguina fue considerable, y que mi batería de lecturas y viajes polidimensionales me han permitido desplazar a través de siglos y latitudes que mis pies todavía no han pisado. Y no se trata de negar la importancia del viaje o los desplazamientos: se trata de ponderarlos en estos tiempos de internet y de información (música, imágenes y escritos) hasta en la sopa.

¿Y los contactos y la escena y el lenocinio omnipresentes en Santiago? Bueno, vivamos ahí entonces (y en Nueva York y en Bruselas y en Barcelona también), pero no para siempre, y menos aún creyendo que con ese mero gesto rozaremos la excelencia. Propongo más bien un ida y vuelta, quizá perpetuado y aún a costa de nuestra felicidad; y también propongo vivir en Chol-Chol, Roble Huacho y Yerbas Buenas, para sentir el pavor de los determinismos, o para levantar un almacén y casarnos con una mujer de ancas gloriosas y risa generosa.

Por último, debo aclarar que Temuco, bien o mal, se está asantiaguinando a pasos de gigante. Su crecimiento desmesurado, afán centralizador y creciente oferta cultural y educacional (hay seis universidades) hacen un tanto innecesario mecerse los pelos por Santiago y su triste y quizá automutilante hacinamiento literario. ¿Y quieren un último dato? Alguien me dijo que acá en Ciudad Sur se está urdiendo el mejor libro de narrativa chilena, escrito en territorio nacional, de las últimas décadas. ¿Quieren apostar? ¿O prefieren seguir aburriéndose con los mismos números de un circo que se cae a pedazos?