Quizá la razón de esta nota no haya sido otra que el deseo de librarme de Job 3: 23 (“¿Por qué se da vida al hombre que no sabe por donde ha de ir?…”), un aserto que me ha perseguido durante años. Ocurre que, a diferencia de algunas lumbreras como Guido Arroyo o Diego Zúñiga, que ante la Biblia se muestran esquivos y tienen ante la literatura la actitud -sin duda respetable- del escritor naturalista que visita temas que poco y nada tienen que ver con sus más bien templadas existencias, yo, por las razones que fuere, he vivido situaciones que muy pocos de ellos podrían sobrellevar. Ellos, hijos dilectos de la generación que un crítico llamó “Hiperventilados” (n. entre 1979 y 1994), suman a su escalofriante individualismo autofagocitante (“prefiero extraerle el zumo a Carver a leer a sus copiones nacionales”… “me gustó el filme de Fuguet, pero ya no leeré su obra”), que palian con encuentros literarios ombliguistas y conversaciones desencarnadas, y suman a su grande talento publicitario una intuición feral para el éxito mundano, ignoran que el combate contra el NEOANALFABETISMO -que a casi todos importa poco y nada- más que una postura es un apostolado: un acto de amor hacia el paria iletrado, que ignora que la literatura también les pertenece.
LA EPOPEYA DE JOB
La historia de Job, escrita según algunos antes que la ley mosaica, es una epopeya israelita o edomita mencionada en otras partes de la Biblia (Ezequiel 14: 20; Santiago 5: 11). Vigésimo segundo de los 73 libros de la Escritura, es considerado junto al Eclesiastés, a los Proverbios de Salomón y al Eclesiástico atribuido al sabio Yéshua hijo de Sirá, uno de los libros sapienciales. Pero a diferencia de los otros no se constituye de aforismos, sentencias o meras alabanzas, sino que tiene una estructura -digámoslo así- dramatúrgica. Su argumento, repartido en 42 capítulos a veces reiterativos, es simple:
Job, un jeque oriental (no hebreo) “temeroso de Dios y apartado del mal” (1:1), de vida próspera y venturosa, sufre en corto tiempo una serie de infortunios: Pierde toda su hacienda (11 mil cabezas de ganado), a sus siete hijos y tres hijas en horribles accidentes, para finalmente caer presa de un úlcera maligna “que lo hirió desde la planta de los pies hasta la coronilla de la cabeza” (2: 7). El causante de aquellos desastres no es otro que Satán, quien entonces no es el espíritu maligno y demoníaco de nuestra tradición (el adversario), sino un agente divino destinado a aquilatar las debilidades humanas y el grado de virtud de los justos. Satán, que se presenta ante Dios junto a los otros ángeles, es consultado por éste sobre la integridad de Job. Es ahí cuando Satán le dice a Dios que la fe de Job responde a las bendiciones divinas (“¿No lo has protegido a él y a todo cuanto tiene, y has bendecido el trabajo de sus manos y sus ganados se expanden por el país?”… Job 1: 10), pero que cuanto estas acaben se convertirían en maldiciones.
Acá comienza la parte más tortuosa del libro. Dios -que en la teología clásica conoce el pasado, el presente y el porvenir- permite a Satán actuar. Éste primero quita a Job su patrimonio que incluye la vida de sus hijos, y luego lo hiere horriblemente pero sin matarlo. Tras la primera prueba, Job afirma: “desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré a él (a la tierra) / lo que Dios dio, Dios lo quitó / bendito sea el nombre de Dios” (1: 21). Pero tras la segunda, que incluye el extremo dolor físico y la enfermedad, su mujer lo conmina a maldecir a Dios y morirse, pero Job le contesta que si se aceptaba de Dios lo bueno también se debía aceptar de Él lo malo: luego se rapa la cabeza y se sienta semidesnudo en el polvo a esperar la muerte.
ELIFAZ, BILDAD Y SOFAR
Tras enterarse de las desgracias acaecidas a Job, tres amigos acuden a consolarle, y al verle y no reconocerle “se ponen a llorar a voz en grito, a la par que rasgan vestiduras y arrojan polvo sobre sus cabezas” (2: 13). Luego se sientan con él en tierra durante siete días y siete noches sin proferir palabra. El insigne teólogo C. C Scofield, asegura que los amigos de Job son figuras arquetípicas del religioso dogmático que basa sus creencias en cuestiones externas: Elifaz es el clásico religioso de experiencia mística, que extrae de ese hecho un sentimiento de poder; Bildad es aún más superficial y basa su dogmatismo en la sabiduría proverbial y en frases piadosas de sobra conocidas; en tanto, Zofar, aún peor, cree conocer todo respecto de Dios, sus razones y determinaciones, y es por lo mismo un simple irreverente que ciega cualquier discusión razonable. Por la naturaleza incauta y hasta cruel de los amigos de Job (que no excluye atisbos de bella y preclara elocuencia), que exponen tres veces y en un orden riguroso sus posiciones, la tensión dramática del libro está de suyo asegurada.
JOB MALDICE EL DÍA EN QUE NACIÓ
A mi juicio, el capítulo 3 donde Job maldice su día con envidiable verbo, es uno de los más intensos: “Perezca el día en que yo nací / y la noche en que se dijo: ‘¡varón es concebido!’ / Conviértase ese día en tinieblas, y no lo cuide Dios desde lo alto / No resplandezca sobre él un rayo de luz (3: 3-4)”, nos dice Job. Y casi seguidamente apela a los magos para que despierten al Leviatán, una bestia marina que según la tradición era capaz de devorarse al sol, lo que a la maldición de su día agrega un elemento nuevo… la maldición del orbe.
Y continúa: “¿Por qué no morí al salir del vientre de mi madre? / ¿Por qué hallé rodillas que me acogieron / y pechos que me amamantaron?” / Pues ahora descansaría tranquilo / y dormiría en reposo / como los pequeñitos que nunca vieron la luz”… (3: 11-13). Este abatimiento en un hombre tan creyente, se explica porque entonces no se creía en la Vida Eterna. Pero es al final de este capítulo donde Job aterriza en dos de los temas más terribles para cualquier varón: la confusión de sus planes y la imposibilidad de ganarse el pan. Cito: “¿Por qué se da vida al hombre que no sabe por donde ha de ir, / Y a quien Dios ha cerrado la salida / Porque antes que mi pan viene mi suspiro / Y mis aguas corren como gemidos. / Porque el temor que me espantaba me ha venido; / Y me ha acontecido lo que yo más temía / No he tenido paz, no me dejé estar ni estuve reposado / Sin embargo, me vino turbación” (3: 23-26).
TRES RÉPLICAS Y TRES DEFENSAS
Luego que Job maldice su día, más preocupados de la doctrina que de la misericordia, sus amigos empiezan a replicarle y hasta a acusarlo de maldad. Ello se explica porque, como los pragmatistas norteamericanos de la modernidad (no nos olvidemos del “In God we trust” inscrito en los billetes gringos), ellos creían que, así como los triunfadores eran SIEMPRE bendecidos del Señor, los desventurados lo eran SIEMPRE a causa de sus caídas o de su maldad. Pensaban que había una razón oculta -egoísmo, avaricia, vicios ocultos, etc- para las desventuras de su benigno amigo.
Y si a ello le agregamos que Job se atreve a contradecir no sólo a ellos (“Vuestras máximas son verdades de ceniza, / Y vuestras réplicas son respuestas de barro.”… 13: 12), sino también a Dios (“¿Por qué escondes tu rostro, / Y me tienes por enemigo?”… 13: 24 .... “¿Te parece bien que oprimas, / Que deseches la obra de tus manos, / Y que favorezcas los designios de los malvados”), al final de esta polémica en tres actos entre Job y sus amigos, no se resuelve nada. Pero aparece un cuarto personaje.
ELIHÚ, EL ASERTIVO ENSOBERBIADO
Elihú, un hombre joven de la familia de Ram que se muestra contrario a la enseñanza de sus mayores (“no son los ancianos los sabios, ni los viejos quienes comprenden lo que es justo”. 32: 9) y da cuenta de un egocentrismo exacerbado, da no obstante a Job razones harto más atendibles para su tormento que las de sus tres amigos. En lugar de condenarlo, tiende más bien a argumentar contra su anhelo de pretender que la justicia puede mensurarla un simple hombre: “Él es Todopoderoso, al cual no alcanzamos, grande es su juicio y su poder; / Es mucha su justicia y a nadie oprimirá. / Lo temerán por tanto los hombres; / Él no estima a ninguno que cree en su propio corazón ser sabio” (37: 23-24)
EL EPÍLOGO… Y ALGO MÁS
Luego del discurso de Elihú, Dios se aparece a Job desde un torbellino y le da un sinnúmero de razones por las cuáles es imposible que un hombre pretenda ponerse a su altura. La belleza poética de las reflexiones de Dios, casi todas relacionadas con los prodigios de la naturaleza, son innumerables y no caben en un artículo tan breve. Bastaría nombrar la principal que, aunque bastante pedestre, tiene un peso incontrarrestable: “¿Dónde estabas tú cuando yo fundaba la tierra? / Házmelo saber, si tienes inteligencia.”.
Finalmente, luego de la sumisión total de Job a los designios de Dios, éste -y tras perdonar a sus tres tan errados amigos por no conocerle bien, mediante el sacrificio de algunos animales,- le hace nacer, con la misma mujer de antes, siete hijos y tres hijas nuevas (“Y no había en toda la tierra mujeres tan hermosas como las hijas de Job / A las que dio su padre herencia entre sus hermanos ” 42: 15). Y lo hace vivir colmado de días hasta los 140 años, y ver a sus hijos y a los hijos de sus hijos hasta la cuarta generación.
Mucha gente, de fe más profunda que la mía, aseguran que la enseñanza de Job es la importancia de la paciencia, de la fe indestructible ante el Altísimo o -menos perspicazmente- de la resignación ante las pruebas de Dios, que multiplica nuestros dones si aceptamos sus designios muchas veces amargos (¿tendrá sentido afirmar que el sufrimiento de Job valió la pena porque Dios multiplicó por dos sus ganados y sus años?). Pero yo, que pondero la importancia de la historia y de la tradición, no puedo dejar de pensar que el mérito de Dios al permitir a Job sus infortunios, fue convertir a un millonario superfluo cuya principal virtud era hacer buenos asados, en uno de los grandes poetas de occidente.
Una última cosa al pasar. Ahora me queda más claro que nunca que -a diferencia de lo afirmado por un acaudalado y falsamente generoso profesor en una cena con mi amigo Claudio Maldonado y su pareja- LA ASTROLOGÍA SI ES COMPATIBLE CON LA RELIGIÓN. Palabras de Dios a Job al plantearle su superioridad: “¿Podrás tú atar los lazos de las Pléyades / o desatarás las ligaduras de Orión? / ¿Sacarás tú a su tiempo las constelaciones de los cielos? / O guiarás a la Osa Mayor con sus hijos…?” (38: 31-33). Los comentarios sobran.
LA EPOPEYA DE JOB
La historia de Job, escrita según algunos antes que la ley mosaica, es una epopeya israelita o edomita mencionada en otras partes de la Biblia (Ezequiel 14: 20; Santiago 5: 11). Vigésimo segundo de los 73 libros de la Escritura, es considerado junto al Eclesiastés, a los Proverbios de Salomón y al Eclesiástico atribuido al sabio Yéshua hijo de Sirá, uno de los libros sapienciales. Pero a diferencia de los otros no se constituye de aforismos, sentencias o meras alabanzas, sino que tiene una estructura -digámoslo así- dramatúrgica. Su argumento, repartido en 42 capítulos a veces reiterativos, es simple:
Job, un jeque oriental (no hebreo) “temeroso de Dios y apartado del mal” (1:1), de vida próspera y venturosa, sufre en corto tiempo una serie de infortunios: Pierde toda su hacienda (11 mil cabezas de ganado), a sus siete hijos y tres hijas en horribles accidentes, para finalmente caer presa de un úlcera maligna “que lo hirió desde la planta de los pies hasta la coronilla de la cabeza” (2: 7). El causante de aquellos desastres no es otro que Satán, quien entonces no es el espíritu maligno y demoníaco de nuestra tradición (el adversario), sino un agente divino destinado a aquilatar las debilidades humanas y el grado de virtud de los justos. Satán, que se presenta ante Dios junto a los otros ángeles, es consultado por éste sobre la integridad de Job. Es ahí cuando Satán le dice a Dios que la fe de Job responde a las bendiciones divinas (“¿No lo has protegido a él y a todo cuanto tiene, y has bendecido el trabajo de sus manos y sus ganados se expanden por el país?”… Job 1: 10), pero que cuanto estas acaben se convertirían en maldiciones.
Acá comienza la parte más tortuosa del libro. Dios -que en la teología clásica conoce el pasado, el presente y el porvenir- permite a Satán actuar. Éste primero quita a Job su patrimonio que incluye la vida de sus hijos, y luego lo hiere horriblemente pero sin matarlo. Tras la primera prueba, Job afirma: “desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré a él (a la tierra) / lo que Dios dio, Dios lo quitó / bendito sea el nombre de Dios” (1: 21). Pero tras la segunda, que incluye el extremo dolor físico y la enfermedad, su mujer lo conmina a maldecir a Dios y morirse, pero Job le contesta que si se aceptaba de Dios lo bueno también se debía aceptar de Él lo malo: luego se rapa la cabeza y se sienta semidesnudo en el polvo a esperar la muerte.
ELIFAZ, BILDAD Y SOFAR
Tras enterarse de las desgracias acaecidas a Job, tres amigos acuden a consolarle, y al verle y no reconocerle “se ponen a llorar a voz en grito, a la par que rasgan vestiduras y arrojan polvo sobre sus cabezas” (2: 13). Luego se sientan con él en tierra durante siete días y siete noches sin proferir palabra. El insigne teólogo C. C Scofield, asegura que los amigos de Job son figuras arquetípicas del religioso dogmático que basa sus creencias en cuestiones externas: Elifaz es el clásico religioso de experiencia mística, que extrae de ese hecho un sentimiento de poder; Bildad es aún más superficial y basa su dogmatismo en la sabiduría proverbial y en frases piadosas de sobra conocidas; en tanto, Zofar, aún peor, cree conocer todo respecto de Dios, sus razones y determinaciones, y es por lo mismo un simple irreverente que ciega cualquier discusión razonable. Por la naturaleza incauta y hasta cruel de los amigos de Job (que no excluye atisbos de bella y preclara elocuencia), que exponen tres veces y en un orden riguroso sus posiciones, la tensión dramática del libro está de suyo asegurada.
JOB MALDICE EL DÍA EN QUE NACIÓ
A mi juicio, el capítulo 3 donde Job maldice su día con envidiable verbo, es uno de los más intensos: “Perezca el día en que yo nací / y la noche en que se dijo: ‘¡varón es concebido!’ / Conviértase ese día en tinieblas, y no lo cuide Dios desde lo alto / No resplandezca sobre él un rayo de luz (3: 3-4)”, nos dice Job. Y casi seguidamente apela a los magos para que despierten al Leviatán, una bestia marina que según la tradición era capaz de devorarse al sol, lo que a la maldición de su día agrega un elemento nuevo… la maldición del orbe.
Y continúa: “¿Por qué no morí al salir del vientre de mi madre? / ¿Por qué hallé rodillas que me acogieron / y pechos que me amamantaron?” / Pues ahora descansaría tranquilo / y dormiría en reposo / como los pequeñitos que nunca vieron la luz”… (3: 11-13). Este abatimiento en un hombre tan creyente, se explica porque entonces no se creía en la Vida Eterna. Pero es al final de este capítulo donde Job aterriza en dos de los temas más terribles para cualquier varón: la confusión de sus planes y la imposibilidad de ganarse el pan. Cito: “¿Por qué se da vida al hombre que no sabe por donde ha de ir, / Y a quien Dios ha cerrado la salida / Porque antes que mi pan viene mi suspiro / Y mis aguas corren como gemidos. / Porque el temor que me espantaba me ha venido; / Y me ha acontecido lo que yo más temía / No he tenido paz, no me dejé estar ni estuve reposado / Sin embargo, me vino turbación” (3: 23-26).
TRES RÉPLICAS Y TRES DEFENSAS
Luego que Job maldice su día, más preocupados de la doctrina que de la misericordia, sus amigos empiezan a replicarle y hasta a acusarlo de maldad. Ello se explica porque, como los pragmatistas norteamericanos de la modernidad (no nos olvidemos del “In God we trust” inscrito en los billetes gringos), ellos creían que, así como los triunfadores eran SIEMPRE bendecidos del Señor, los desventurados lo eran SIEMPRE a causa de sus caídas o de su maldad. Pensaban que había una razón oculta -egoísmo, avaricia, vicios ocultos, etc- para las desventuras de su benigno amigo.
Y si a ello le agregamos que Job se atreve a contradecir no sólo a ellos (“Vuestras máximas son verdades de ceniza, / Y vuestras réplicas son respuestas de barro.”… 13: 12), sino también a Dios (“¿Por qué escondes tu rostro, / Y me tienes por enemigo?”… 13: 24 .... “¿Te parece bien que oprimas, / Que deseches la obra de tus manos, / Y que favorezcas los designios de los malvados”), al final de esta polémica en tres actos entre Job y sus amigos, no se resuelve nada. Pero aparece un cuarto personaje.
ELIHÚ, EL ASERTIVO ENSOBERBIADO
Elihú, un hombre joven de la familia de Ram que se muestra contrario a la enseñanza de sus mayores (“no son los ancianos los sabios, ni los viejos quienes comprenden lo que es justo”. 32: 9) y da cuenta de un egocentrismo exacerbado, da no obstante a Job razones harto más atendibles para su tormento que las de sus tres amigos. En lugar de condenarlo, tiende más bien a argumentar contra su anhelo de pretender que la justicia puede mensurarla un simple hombre: “Él es Todopoderoso, al cual no alcanzamos, grande es su juicio y su poder; / Es mucha su justicia y a nadie oprimirá. / Lo temerán por tanto los hombres; / Él no estima a ninguno que cree en su propio corazón ser sabio” (37: 23-24)
EL EPÍLOGO… Y ALGO MÁS
Luego del discurso de Elihú, Dios se aparece a Job desde un torbellino y le da un sinnúmero de razones por las cuáles es imposible que un hombre pretenda ponerse a su altura. La belleza poética de las reflexiones de Dios, casi todas relacionadas con los prodigios de la naturaleza, son innumerables y no caben en un artículo tan breve. Bastaría nombrar la principal que, aunque bastante pedestre, tiene un peso incontrarrestable: “¿Dónde estabas tú cuando yo fundaba la tierra? / Házmelo saber, si tienes inteligencia.”.
Finalmente, luego de la sumisión total de Job a los designios de Dios, éste -y tras perdonar a sus tres tan errados amigos por no conocerle bien, mediante el sacrificio de algunos animales,- le hace nacer, con la misma mujer de antes, siete hijos y tres hijas nuevas (“Y no había en toda la tierra mujeres tan hermosas como las hijas de Job / A las que dio su padre herencia entre sus hermanos ” 42: 15). Y lo hace vivir colmado de días hasta los 140 años, y ver a sus hijos y a los hijos de sus hijos hasta la cuarta generación.
Mucha gente, de fe más profunda que la mía, aseguran que la enseñanza de Job es la importancia de la paciencia, de la fe indestructible ante el Altísimo o -menos perspicazmente- de la resignación ante las pruebas de Dios, que multiplica nuestros dones si aceptamos sus designios muchas veces amargos (¿tendrá sentido afirmar que el sufrimiento de Job valió la pena porque Dios multiplicó por dos sus ganados y sus años?). Pero yo, que pondero la importancia de la historia y de la tradición, no puedo dejar de pensar que el mérito de Dios al permitir a Job sus infortunios, fue convertir a un millonario superfluo cuya principal virtud era hacer buenos asados, en uno de los grandes poetas de occidente.
Una última cosa al pasar. Ahora me queda más claro que nunca que -a diferencia de lo afirmado por un acaudalado y falsamente generoso profesor en una cena con mi amigo Claudio Maldonado y su pareja- LA ASTROLOGÍA SI ES COMPATIBLE CON LA RELIGIÓN. Palabras de Dios a Job al plantearle su superioridad: “¿Podrás tú atar los lazos de las Pléyades / o desatarás las ligaduras de Orión? / ¿Sacarás tú a su tiempo las constelaciones de los cielos? / O guiarás a la Osa Mayor con sus hijos…?” (38: 31-33). Los comentarios sobran.