viernes, junio 01, 2012

¿LA MUERTE DEL LIBRO?


La mutación de la lectura clásica en papel (textual) a la electrónica (hipertextual), junto a los nuevos recursos tecnológicos –como imagen y sonido– que la complementan, han cambiado el modelo de cómo la lectura se entendía. Y si bien ello la hace más diversa y accesible (¿más democrática o acaso más entretenida?), hace menos maduro el acto de leer, más acelerado y más utilitario. Y esta forma de leer, vertiginosa y simultánea, debido a su carencia de rigor estético, de alguna manera atenta contra la reflexión y el pensamiento puro. (Quizá sobre eso nos advertía Nietzsche cuando en la primera parte de su Zaratustra decía que un siglo más de lectores haría que el espíritu empezara a heder).

¿Y qué nos queda si a lo anterior le sumamos el tema quizá archimanido mas no por ello inexistente de la banalización de la cultura? Pero como mi intención es suscitar la reflexión y no pontificar sobre el Apocalipsis, en vez de denostar las nuevas formas de lectura, que en realidad suscribo aunque sin veneración, diré por qué me parece que el libro de papel no va a morir jamás, para la tranquilidad de quienes prefieren la lectura tradicional.

El libro de papel se palpa y se huele y se acaricia y nos lleva a los confines de la imaginación, para nada limitados por imágenes visuales o sonidos perpetrados por un yo ajeno a nosotros. La lectura de libros de papel es un acto íntimo y a su modo secreto, una conversación con el autor y sus determinismos (¡y nada de tener la opción de cambiar el final de la historia!), pero también con nosotros mismos, con nuestro pasado y con nuestro futuro, a pesar de ser un acto presencial que sigue una secuencia –no necesariamente cronológica– que actúa como principio ordenador. Y si bien hay ciertos textos que pueden y deben leerse de forma azarosa, el acto clásico de leer sigue apelando a cierto ordenamiento racional o aristotélico, digamos, que no se casa con lo simultáneo y que a pesar de haber perdido una fracción de su anterior prestigio no ha perdido validez.

Hace unos diez años, cuando internet empezó a masificarse y se empezaba a hablar de libros electrónicos, algunos aducían que ello era inviable, que los tablets (ahora los llamamos de esa forma) impedían las anotaciones al borde de página o volver sobre la marcha (¿?), agotaban la vista y era peligroso dormirnos con ellos, impedían subrayar un texto, leer bajo la lluvia o dejar hojas otoñales en sus páginas. Tales razones nos parecen ahora infantiles, y en realidad apelan a la necesidad que tenemos del objeto materializado. Un tablet podrá traducirnos el texto a todas las lenguas del orbe, mostrarnos cinco mil tipografías diferentes, leernos en voz alta o anexarnos diccionarios, biografías, planisferios –inmutables o mutables– o gramáticas surtidas; podrá facilitarnos el almacenamiento y la distribución a niveles increíbles, pero no se compara a un anaquel golosamente apertrechado de animales prodigiosos.