La siguiente columna de opinión fue publicada en la edición de junio de el periódico "El Fuerte", de Parición (24 de diciembre de 1603), dirigido por el periodista nacimentano Fernando Castro Cid, fundador del mismo en el verano del año 2003.
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Cuando a mediados de los 60’s y en pleno contexto universitario irrumpió la televisión en Chile, se definió a si misma como un medio de comunicación cuyos fines eran “educar, informar y entretener”, en ese preciso orden. Se priorizaba así lo formativo (es decir, lo que entrega esencias y valores) por sobre lo informativo (entregar noticias de actualidad) y la mera entretención (que como sinónimo de pasatiempo puede ser cualquier cosa, desde un concierto de música clásica hasta un video de tortura infantil… ¡que los hay!).
Ha cuatro décadas y algo de ese hito fundacional, las cosas se han invertido: lo formativo yace recluido en los horarios de bajo rating, y lo informativo, que poco y nada informa, tiene que ser impactacte, espectacular; da lo mismo si nos aclara u oscurece un tema. Por ejemplo, cuando hay un temporal con miles de anegados (casi siempre miserables), el tema no son las causas climatológicas o el estado de las estructuras urbanas, si no el ver a un sujeto gimoteando por haber perdido todo, mientras el periodista -casi siempre un cínico profesional- entrevista a una señora con su hijo tosiendo como tuberculoso, preguntándole cómo se siente; eso es lo que, desde una cómoda distancia, nos “conmueve”, instándonos tal vez a despojarnos de aquellas migajas que nos hacen sentir solidarios.
Pero lo que más suscita nuestra atención, son sin duda los temas de farándula, esa carnicería de egos sin esencia : víboras con lepra en el alma (como Pamela Díaz, que aparece en la foto junto a su pareja en un simulacro de matrimonio que engañó a medio Chile y le granjeó millones) o pordioseros del espíritu (como el señor Morandé), casi siempre groseros y orgullosos de su ignorancia, de su violencia y de su poder. Si, poder. Porque simbólicamente han pasado a ser parte de una aristocracia (que quiere decir “el gobierno de los más óptimos”), de aquellos seres que -como ocurría antes con los nobles que dirigían los destinos de una nación- suscitan nuestro tiempo, nuestra atención y nuestro dinero, porque cada segundo televisivo vale millones, y cada minuto que les damos enriquece su mugroso cuento. Lo más increíble de todo es que la mayor parte de nosotros sabe que es así; casi todos decimos: “este programa es una mierda, una colección de imbecilidades”, mientras, como hipnotizados bovinos, no tenemos el coraje de apagar la tele. Pero, bastarda o no bastarda, es -junto con los políticos y empresarios que mueven los hilos de la realidad- nuestra aristocracia: la gente que ha triunfado en el reino de este mundo. ¡Arrodillémosnos ante ellos y ante el altar de la televisión!