sábado, octubre 20, 2007

APUNTES A PARTIR DE "LA CONJURA DE LOS NECIOS"



Hace un par de días murió LUIS SÁNCHEZ LATORRE (1925-2007), el popular Filebo, un crítico literario ancestral y muy querido que, entre sus muchos logros, sobresale su intento de abuenar a Neruda y a De Rokha, ese par de colosos que en vida se odiaron con una pasión digna de mejor causa; el intento de Filebo fracasó por la negativa -cobarde, pragmatista o ensoberbiada- del Pablo triunfador. "La historia los juzgará", decía un caballero por ahí. Y es por Filebo que, inusualmente en este blog, me dispongo a criticar un libro. Se trata de "LA CONJURA DE LOS NECIOS", de JOHN KENNEDY TOOLE (1937-1969, en la foto), un americano de Nueva Orleans que a principios de los 60's escribió esta novela sorprendente, que esperó más de una década para ver la luz. Cuando Toole estaba bajo tumba, fue su propia madre la que años después convenció al editor Walker Percy de publicar el apócrifo manuscrito de un desconocido.
El protagonista de LA CONJURA... es un joven de 30 años llamado IGNATIUS REILLY, que pasó 10 en la universidad, donde conoció a Myrna Minkoff, su sempiterna y polémica novia, que vive la vorágine de los 60's en Nueva York. Reilly, que yace varado en Nueva Orleans, descree del mundo laboral y vive con su madre, una viuda sobreprotectora, estrafalaria y ambigua en su actuar para con él (su relación con él es casi idéntica a la que tiene mi amigo el poeta Daniel Stone con su madre). Ignatius, casi siempre enclaustrado en su fétida habitación, fomenta una visión medieval de la realidad, carente de ambiciones mundanas de éxito y riqueza, y resignada al influjo de la Rueda de la Fortuna. Es inmensamente gordo, egocéntrico, hipocondríaco (se siente determinado por las aperturas o cierres de su "válvula pilórica"), antisexual onanista, inquisidor de las costumbres y aficiones modernas (cine, tevé, espectáculos, etc... lo que no impide que sea un ávido consumidor de las mismas), insolentemente feo y flatulento; y con una destreza y elegancia de palabra, con una capacidad de elaboración de ideas e interpretación de la realidad, verdaderamente sorprendentes: es, como lo son muchos escritores de estos tiempos de triunfal neo-analfabetismo y famofilias bastardas, un ser condenado a la argumentación marginal, a la revolución solitaria y a las reflexiones inconducentes (que pasan a ser parte de los rastrojos del basurero cultural). Su libro de cabecera es "Sobre la consolación de la filosofía", (De consolidatione Philosophiae), publicado en el 523 d.c por Severino Boecio, un cónsul caído en desgracia que considera que la felicidad consiste en el desprecio de los bienes de este mundo y en la posesión de un bien providencial imperecedero, pensamiento que lo convertirá en uno de los precursores de la teología medieval.
Reilly -que como dice en la contratapa es una mezcla de Oliver Hardy delirante, Don Quijote adiposo y santo Tomás de Aquino perverso- está ocupado en escribir una extensa y demoledora denuncia contra su tiempo, tan carente de "teología y geometría como de decencia y buen gusto". De pronto, una circunstancia accidental lo mete de lleno en el trabajo remunerado, que desempeña primero en la fábrica "Levy pants" y luego en la empresa "Salchichas Paraíso" de repartidores callejeros del indigesto material (que él consume con grosera avidez). En estos ambientes -y en el bar "Noche de Alegría" donde comienzan los problemas-, Ignatius conoce a muchos personajes, casi todos marginales, auténticos despojos del capitalismo, incluso los que están mejor parados: un patrullero que es humillado por no poder infraccionar a nadie, un travesti que recibe cuantioso dinero familiar a condición de no aparecerse por su casa, una anciana patética que es mantenida artificialmente en el trabajo de la fábrica de pantalones, un afroamericano resentido incapaz de hablar sin palabrotas, la altanera dueña de un prostíbulo encubierto, una pareja de millonarios que no hacen más que hostilizarse, etc. El tono es de un sarcasmo terrible, a veces melancólico y -a diferencia de casi todas las novelas de autor- poco condescendiente con el protagonista.

Todos estos personajes desembocan genialmente en el clímax, que constituye un escándalo público, una posible debacle económica con amenaza de cárcel (derivada de una carta que Ignacius escribió al gerente de la competencia cuando trabajaba en la fábrica de pantalones) y la posible internación siquiátrica de Ignacius urdida por amigos de su madre. Todo a la vez. Y es en este punto cuando más nos atenaza, cuando más nos conmueve, y cuando más atingente nos parece el bellísimo epígrafe de Jonathan Swift (autor de "Los viajes de Gulliver") al comienzo del libro: "Cuando en el mundo aparece un verdadero genio, puede indentificarse por este signo: todos los necios se conjuran contra él". Pero la vida, que es un payaso grosero e inmisericorde, hizo que tal conjura quedara invalidada en el desenlace final de Ignacius Reilly, pero no en la vida de John Kennedy Toole, quien en 1969, luego que su novela fuera tenazmente rechazada por las editoriales y a causa de ésto su vida malograra, puso fin a sus días. Quedó, quizá por lo mismo y no pese a ello, como un ídolo de la cultura yankee que idolatra los cadáveres, los genios vomitados por la danza de la realidad que se empeñan en construir, y esto se rubrica al constatar que en Nueva Orleans hay hasta una estatua del entrañable Ignacius Reilly. Así es ese grande y terrible país que queremos emular.
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Nota al margen: Al leer este libro no pude evitar pensar en GONZALO LEÓN e IGNACIO FRITZ , dos escritores chilenos más bien iletrados (yo tengo exactamente la edad promedio de ambos) que alguna vez se compararon con el mentado Reilly. Pero ellos, aparte de fomentar una escritura más exhibicionista que autobiográfica, y de ser o haber sido escandalosamente gordos, no tienen ni la décima parte del bagaje cultural del aludido personaje, y no saben nada de teología. Nada. Son las tentaciones de la famofilia: aquel sacodehuevismo que pretende subvertir la conducta obvia que QUIZÁ todo literato debiera asumir como un dogma : LEER-ESCRIBIR-HABLAR; no al revés.