Publicado en el semanario "Tiempo 21"
Hoy martes 23 se celebra el Día Internacional del Libro y el Derecho de Autor y acá en Ciudad Sur, ha habido una serie de actividades, ante todo lecturas públicas. Pero también se retrucó en el día de ayer el bombardeo de poemas, en este caso de Teillier, lo que sin ser nefasto –a estas alturas del vértigo, no es dable satanizar así sin más la asociación entre cultura y espectáculo– constituye una aspirina que no apunta al mal de fondo: La escasa o nula existencia de audiencias lectoras, “de interés por la sangre ajena” (Nietzsche), lo que sumado al retroceso lector, producto de la mutación del paradigma del conocimiento desde lo escrito a lo audiovisual, nos ha casi convertido en una sociedad de neo-analfabetos. ¿Y será necesario repetir lo inconveniente que es aquello?
Y un dato de la causa es que, además de los académicos y críticos profesionales, la mayor parte de quienes aún son capaces de acometer un libro (me refiero a textos literarios), son casi todos escritores o aspirantes a escritores. Ello en sí no es malo, pero nos empobrece como sociedad, y deja la sensación de que el tema literario es –como la numismática o el bridge– un asunto para especialistas. Además, tiende a confundir el arte –una operación que en el fondo apela a lo sublime– con el derecho universal a la libre expresión.
Hace unos días, un amigo me decía que todo escritor de poesía era un poeta y que el ejercicio literario es en sí mismo un acto de humanización. Estoy de acuerdo con lo segundo, mas no con lo primero: no cualquier texto es poesía y un sentimiento profundo no asegura un buen poema o texto literario. No seré yo quien fustigue a los escritores con escasas aptitudes, pues no tengo el cinismo de tantos creadores de la élite “que se creen santos, profetas o poderosos” (Teillier), o el aristocrático y torpe desdén de quienes ven en la literatura a una cofradía de espaldas a la realidad; pero esa idea algo gratuita del poeta como ser alado, gentil y luminoso y casi víctima de un mundo deshumanizado, hay que mutarla a pasos de gigante. Es una idea etérea (o romántica en el mejor de los casos) y hasta victimizante, pues nos sitúa a tiro de cañón, tanto de quienes desearían privatizar el universo y dejarnos afuera, como de aquellos que, en el mejor de los casos, nos ven como actores de un guión preestablecido.
La idea platónica de que lo bueno, lo bello y lo verdadero, son una y la misma cosa, ha mucho tiempo que no se sustenta en el arte. Y reiterarla –sobre todo en la poesía, que es un arte en crisis, que al decir de Zurita en entrevista reciente, ha caído en el facilismo, el divorcio con los lectores y la proliferación de folletines– parece un acto de negligencia, de ignorancia o de cinismo calculado, tan propio del lenguaje vacío de la mala acción política. No se trata de apelar al utilitarismo, pero la poesía (y la literatura) debe tener un sentido más allá de sí misma. Quizá en la educación, quizá en la intuición de una belleza que, de manera paradójica y por su misma intimidad, está más allá del espectáculo perenne y las pantallas.