domingo, septiembre 20, 2015

EDUARDO BONVALLET (1955-2015)


A mediados de los ’90, un ex seleccionado nacional de fútbol que debió retirarse a los 27 por exceso de infiltraciones, arremetió en la radio y la televisión chilenas con singular estilo. Blandiendo un micrófono, a ratos justiciero y otras veces simplemente cruento, pero casi siempre preñado de risas, rompió el obtuso paradigma de que Chile nunca sería campeón del mundo. No exagero: en decenas de ocasiones les oí decir a los comentaristas de entonces que “la selección juega muy bien de chico a grande”, por ejemplo en el partido donde La Roja fue a Londres a defender con 11 y empató a cero goles con Inglaterra gracias a que el portero (el llamado ‘Cóndor’ Rojas) atajó hasta los gritos de los hinchas británicos, y aquello fue tomado como un triunfo.

Pero Bonvallet se opuso siempre a ese modelo porque, como todos los grandes, no había venido a esta vida a empatar. Asumió un personaje agresivo, impecable, de voz imponente y autoritaria, y con muchos de esos rasgos filofascistas que muchos líderes debieran ponderar (ante todo la seguridad absoluta, cierto autoritarismo ya explícito o encubierto, y esa capacidad del polemista de pies ligeros que –como dice Juan Villoro de Bolaño– cambia de parecer sin permitir a los otros el hacerlo); aunque también otros que resultan polémicos y hasta detestables (cierta xenofobia, racismo y una facilidad imbécil para rotear a todo aquel sujeto de menos recursos económicos o espirituales). Había también en él esa obsesión desagradable de medir el éxito de un ser por el grado de conocimiento que de éste se tenga, y que es inherente a la aristocracia bastarda de la televisión. En esa línea y no en otra está la entrevista que se fabricó con Pinochet.

Pero era un comunicador brillante y su megalomanía –hija de una autoestima inestable y de un ego hipertrofiado y sordo– era al menos creativa, casi como parte de un programa, o de un símbolo; leerlo de manera racional resulta absurdo. Recuerdo que en el verano del ’97 vimos en la casa de Rafael Lanyon el partido donde Chile perdió 2 a 1 en Lima, con Perú, por las clasificatorias a Francia 98. Estábamos tan disgustados que cambiamos de canal para ver a Bonvallet: “¿Qué irá a decir este viejo culeado?”, dijimos, pero nuestra atracción era genuina. A veces daba la impresión que lucraba con las derrotas del fútbol chileno, que detestaba a la izquierda o que era de una ignorancia extrema que disimulaba con el ruido. Pero todos aquellos rasgos eran parte de un personaje que siempre tuvo rasgos entrañables, acaso por su extrema vulnerabilidad.

Fue el primero en jugársela en el fútbol por una postura nacionalista que, aunque algo pueril, incluía el respeto hacia el himno y la bandera. Y fue el primero, al menos en Chile, en comentar, con una pizarra con fichas que representaba a los 22 jugadores del campo y sus estrategias, los partidos de la selección. En esto último era tan asertivo y jocoso que, cuando aceptó el desafío de “probarle a todos que puedo ser el mejor técnico del mundo”, empezó su ocaso como hombre de fútbol. Fue el año 2007, en Deportes Temuco, escuadra a la que debía salvar de caer a la Tercera División. Al principio ganó muchos puntos y se hizo buena fama, pero a renglón seguido se agenció muchos enemigos, entre la prensa, los socios influyentes e inclusive al interior del plantel (llegó hasta a denostar a un jugador por ser de raza negra). Le hicieron –o él mismo se hizo, lo que para el caso da igual– la vida imposible y debió retirarse, enfermo y con la certeza del fracaso: el sabelotodo en cuestiones del fútbol, el infalible gurú (apodo patético que asumió en el último tiempo) era al final pura boca, se dijo. Fue un golpe durísimo.

Posteriormente, su estilo fue imitado y dejó de ser único. La masificación de las redes sociales, de la opinología y el advenimiento de la cultura del insulto y el descrédito entre los chilenos, que hizo casi ridícula la institución de la querella por injurias (Bonvallet recibió decenas de ellas y desenmascaró a varios delincuentes del deporte), lo fueron invisibilizando. Conservó su estilo hasta el final, pero se le veía menos como un líder o un sabio que como un sujeto pintoresco, una suerte de humorista. Y es este último rasgo en el que quiero detenerme. La agresividad de este sujeto era creativa y refrescante; no te dejaba ese regusto de amargura que te puede dejar una Patricia Maldonado o un Fernando Villegas: ellos nunca o casi nunca dieron, además, puntada sin hilo, y eso los hace un tanto abyectos.

Un cáncer furioso, que pudo derrotar casi del todo, lo dejó malherido y con dolores atroces en el rostro. Y una depresión sin duda coadyuvada por su ambición desordenada y algunas derrotas familiares, lo llevaron a quitarse la vida el 18 de septiembre de este año 2015. Fecha que quizá no fue casual. Ha muerto una suerte de guerrero ‘que reinventó el nacionalismo en democracia’ (es un decir) y que nos hizo más competitivos, también como país. Veremos cómo salimos librados de aquello. Yo por mi parte al menos, me declaro optimista.