“Es con la risa y no con la ira como mejor se mata”, nos asegura el filósofo Friedrich Nietzsche en la primera parte del 'Zaratrustra'. Y en la reciente actuación de Edo Caroe (Eduardo Carrasco Rodríguez, Temuco, 1986), quien se presentó la primera noche del Festival de Viña sin dejar títere con cabeza entre la clase política, aquello se rubricó.
Lo cierto es que en esa inevitable reunión del verano que es la Quinta Vergara, que parece una cita familiar donde nadie está a sus anchas, pero de la que nadie o casi nadie es capaz de renegar, su rutina fue una de las mejores que se recuerden (51 puntos de rating, además), y lo sitúan a sus 29 –si no cae en lo reiterativo– como uno de los humoristas con mayor futuro en Chile.
La rapidez de su verbo y su prestancia de roquero, lo hacen corrosivo sin llegar a la amargura, en extremo irreverente sin caer en lo vulgar, y ferozmente crítico de las instituciones y de la mojigancia del chileno, pero frondoso a la hora de darse a sí mismo con el mocho del hacha. Hay en su show (donde también hace trucos de magia que dan una pausa a un show donde la ironía puede ser insoportable)algo que podríamos llamar ‘maldad calculada’, pues en éste hasta se presenta ‘Oscarito’, un personaje notoriamente discapacitado, del que tanto él mismo como el mago humorista se ríen a mandíbula batiente, con lo cual naturalizan una condición que sigue siendo motivo de hipócrita discriminación.
Acaso la gran virtud de Caroe es haberse situado, quizá como nunca antes, fuera de la lógica del hacedor de tallas como sujeto externo:como una suerte de operador político del chiste, ajeno (es un decir) a la política y al ejercicio del poder. En su rutina cáustica, pero liviana de sangre (valga la oxímoron) y hasta desternillante, él mismo es un niño abusado, un padre ausente y un hijo perverso. Por eso, no es un humorista crítico más, sino alguien que subvierte la lógica del intermediario, con lo cual se arroga cierta autoridad para hablar de casi todo.
Hasta hace poco los humoristas se reían de sus suegras o de sus señoras, pero no llegaban a la combustión misma del fenómeno, que en cierto modo es el sexo; pero Caroe, que maneja el tema pero también lo sabe sobredimensionado, le quita el eje y lo vuelve casi baladí. A despecho de estar parodiando un texto insigne, puedo concluir diciendo que Caroe es de aquellos venturosos que pueden prescindir de la aprobación de la crítica y aun, a veces, de la aprobación del público, pues el agrado que nos proporciona su trato es irresistible y constante.